Día 591, lunes
La veía cada mañana sentarse en el comedor cominutario y beber un café. A veces la podía contemplar leer un libro grueso, de cubierta negra y letras rojas en el lomo, durante todo el desayuno. No era un bombón, eso lo sabía muy bien Takeshi Kusunoki, y sin embargo le llamaba la atención su forma de comportarse en público, de manera tan precavida y metódica, como si cualquier alteración de su rutina la pusiera en los límites de lo permitido. Espiar un poco a Sarah Llacsahuanga lo entretenía en sus largas horas sentado frente al escritorio de su nuevo trabajo en la carpa administrativa. Y es que era un poco triste para Takeshi percatarse de que su vida no había sufrido ningún cambio radical tras abandonar la sociedad en pos de una alternativa más llevadera. Quizás por eso contemplar a Sarah, en su precavido ir y venir limpiando los sectores administrativos, le hacía todo más llevadero. Muy pronto se percató de aquel brillo en los ojos de Sarah, esa misma certeza impregnada en sus pupilas que ya antes había atraído a otros. Fue muy cerca de las fiestas de fin de año (cúmulos de nubes, densas neblinas e intensas lluvias lo anunciaban sin cesar) cuando Takeshi se armó de valor y, tras largas noches en vela, le consiguió componer un poema a Sarah, el mismo que le entregó en vísperas de Navidad, luego de pasear a orillas del río frente a la pared donde estaba escrito el código que regía la vida en el campamento de la Asociación. Una vez que Sarah hubo leído el poema, miró a Takeshi fijamente, como si no consiguiera entender absolutamente nada de lo que había leído. Para Takeshi estuvo claro: ¿cómo había podido escribirle un poema sobre el brillo de sus ojos, o sobre aquella certeza impregnada en sus pupilas? Simplemente era muy tonto. De inmediato el joven periodista quizo transformar su cuerpo por el de otra persona, cavar un profundo agujero en la tierra donde poder esconderse, o irse a vivir lejos, muy lejos, a un país que ya no existiera, como la Unión Soviética. Sarah, por su parte, no dijo nada durante varios minutos. Nada más se quedó quieta, apoyada sobre una piedra lisa que encontró en el camino, mientras de sus ojos brotaban gruesas lágrimas que corrían hasta confundirse con el río.
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